Narrueño


A la Maitita no la conozco, nunca la he visto, pero a su ojo sí, a su ojo lo vi en sueños, se había caído después de volar como lo hacen los avioncitos de papel que hacemos para matar el tiempo antes de que nos disparen a la distracción, así como le dispararon a la Maitita. Extraña imagen esa. Un grave sonido, redondo lleno de eco, lleno de luz. Como si el cielo pariera y ella fuera la cría disparada desde alguna nube vaginal. No lloraba, estaba como un bultito rechondo, arqueada sobre si como ovillo a punto de deshacerse, solo se tocaba el lado derecho del rostro. Se perdió el ojo, me dije. La sangre era muy oscura, un charco costroso esparcido sobre el suelo. La Maitita estaba manchada de sí misma, yo estaba manchada de ella y la pena, esa angustia de no saberla querida, esa agudo hincón que me despertó del inconsciente cuando alguien tuvo que abrir la cuenca vacía porque la sangre, ese pegamento leñoso había cerrado la herida como si fuera una boca cosida de mala gana, como se cosen los cuerpos que nos devuelven de la morgue.